La Fiesta Nacional de la Confluencia, que reunió en su undécima edición a buena parte de los artistas de la nueva escena, potenciados por la velocidad de las redes sociales, fue clausurada sin embargo con músicas y letras imperecederas, validadas por el tiempo y los años de escucha: las que ofreció el rosarino Fito Páez en la cuarta jornada del festival.
Cómodo en la posición de centro de gravedad de la noche, que tuvo también como protagonistas a Los Ratones Paranoicos, Fabiana Cantilo y Piti Fernández, Páez desplegó su música durante 90 minutos ante los más de 250 mil espectadores que poblaron el predio Isla 132 de la capital neuquina. “No se ve el final”, dijo el rosarino desde el escenario mientras buscaba trazar el horizonte.
La noche comenzó con el escenario vacío y la pista de “El amor después del amor” para aclimatar a la multitud, que ya había atravesado el prólogo del show de Cantilo y que, por lo tanto, ya estaba en el mismo registro. La irrupción del cantante y la banda para suspender la grabación y rematar el tema en vivo alcanzó para transformar la escena de un minuto al otro.
Enseguida un golpe de efecto de la nostalgia: “Dos días en la vida”, con las voces femeninas de Mariana Vitale y Cantilo; “Tráfico por Katmandú”; y “Pétalo de sal” con un guiño a Luis Alberto Spinetta, que sumó su guitara en el registro de estudio de 1992.
Páez se sienta al piano solo, se pelea con la máquina de humo (“Esto no es un asado”) y asienta los ánimos de la Isla. “La música también se hace en silencio”, afirma (y reclama).
Resuelto el contexto, el rosarino encara la introducción de “Un vestido y un amor”. Hay algo del formato minimalista que acaso le siente bien a Páez para una nueva etapa, una vez que concluya su raid celebratorio del trigésimo aniversario de “El amor después del amor”, que reposa en el polo opuesto.
La musicalidad Charly García de algún modo aparece en la noche. Ya Cantilo había iniciado su show con “Bancate ese defecto”.
La cita de Páez es más sutil y también más bella. Es a través de su propia versión de “Tumbas de la gloria”: hay allí una aproximación al tango que se parece al modo de García de asumir ese lenguaje, sin golpe.
La evocación sigue con invitados: Cantilo regresa para “Circo Beat”, que Páez usa para jugar con el público, y “Piti” Fernández se asocia a “Brillante sobre el mic”.
Una sesión rockera inaugura un nuevo momento de la noche, a pura guitarra eléctrica, con “Ciudad de Pobres corazones” y luego “A rodar mi vida” insinúa un falso final que no engaña al público.
La multitud no permite la despedida. La sección de bises avanza con “Dar es dar” y luego una explosión con “Mariposa tecnicolor”. Desborde y éxtasis. Ahora sí es el final.
La maniobra esta vez no falla. Las luces vuelven al escenario y Páez, por primera vez en la noche, se apega a otro un temperamento más introspectivo. “Y dale alegría mi corazón” hace cantar a toda la plaza.
Tentado a extender su orquesta hacia esa infinita marea de espectadores cuyo final no puede ver, Páez abandona el piano y suspende todo sonido. Lo acompañan Cantilo, Piti y Juanse, que luego va a clausurar la noche con los Ratones.
El rosarino asume el rol de director de orquesta (de masas) y por largos minutos el dueño del coro más grande que jamás se haya visto.
Después de aquello sólo le cabe abandonar el escenario.
La trayectoria de Páez, desde los turbulentos ´80, presenta, como la de todo músico, alturas, planicies y precipicios.
Su incontenible pulsión creadora de la juventud, acaso, ya no pueda ser replicada. Pero la persistencia por volver a alcanzarla es su forma de vencer al tiempo