Aquel día, Ricardo Darín (61) caminaba por la calle porteña Ángel Gallardo mientras observaba cómo la luz brillante del verano se filtraba entre las hojas de los árboles. Por momentos, encegueciéndolo; por otros, derramándose sobre el entorno. No era un día más y él lo sabía: su padre, aquel actor y poeta bohemio, había muerto. El 5 de enero de 1989, el corazón del hombre del que había heredado mucho más que su nombre y su profesión había dejado de luchar. Y Ricardo no pudo dejar de reparar en las paradojas agridulces de la vida: en pocos días, él se convertiría en papá por primera vez.
De pronto, se dirigía con sus hermanas, Alejandra y Daniela, hacia el "departamentito" en el que su padre había pasado los últimos años de su vida. Con la angustia apretada en cada músculo de su ser, la imagen del lugar que tantas veces había visitado, lo golpeó de lleno. “Mi viejo tenía varias frases de cabecera, una de ellas era que uno tiene viajar ligero de equipaje. Porque las cosas materiales te atan, te convierten en un esclavo. No tenía nada, se había convertido en una especie de asceta”, se emociona al recordar aquel momento bisagra con Ciudad.
Sentado al borde de una modesta camita con sus hermanas, Ricardo tuvo un momento de iluminación, de conexión con su padre y con la enseñanza que le había dejado. “Fue un instante de alto impacto para los tres. Recuerdo la sensación, la situación de estar sentados ahí. Y mirarnos. Yo me llevé todo lo que consideraba valioso de mi papá en una caja de zapatos. Nada más. Era emocionalmente poderoso lo que nos estaba ocurriendo y, al mismo tiempo, era una lección casi te diría”, agrega con voz grave Darín.
Mucho ha pasado desde entonces en su vida en estos casi 30 años, siempre acompañado por su mujer, Florencia Bas (50), la madre de sus hijos, Chino (29) y Clara (25). El presente lo encuentra sentado en un coqueto living de La Mansión del Four Seasons y Darín se entrega de lleno a la charla, en la que hablará de todo: la crisis de los 60 y el nido vacío de su casa de Palermo, tras la partida de sus hijos. Justamente, esa es la escena con la que comienza, provocando, El amor menos pensado, la excelente comedia romántica que protagoniza junto a Mercedes Morán (62). El filme, dirigido por Juan Vera, marca su debut como productor junto a su hijo con la empresa Kenya Films e inaugurará la Sección Oficial de la edición 66 del Festival de Cine de San Sebastián.
-En la película, el matrimonio empieza a cuestionar su relación tras más de 25 años juntos. Vos llevás 31 con tu mujer. Qué película para ver juntos, ¿no?
-(Risas) A ella le gustó mucho la película. Se divirtió muchísimo.
-El conflicto empieza con la partida del hijo a España. ¿Te sentiste identificado con lo que sucedió con el Chino, que vive en Madrid desde hace ya un tiempo?
-No, porque nosotros no tenemos un solo hijo con lo cual fue distinto. Primero, lo del Chino fue muy gradual; y lo de Clara también. Además, tenemos la suerte de tener dos hijos que están muy presentes a pesar de que cada uno vive en su casa. Entonces no se ha producido una ausencia de tal peso que se produzca el síndrome del nido vacío. El nido no está vacío para nada, está repleto de gente, pero además las características particulares de nuestro caso no se ajustan mucho a las de la película. Entonces nos permite tener una objetividad con respecto a la historia que nos protege y nos permite disfrutar y reflexionar.
-¿Creés que existe el enamoramiento eterno? ¿O el amor se transforma y se va construyendo?
-Más allá de lo que yo pueda opinar, hay casos gloriosos de parejas que han atravesado décadas. En muchos casos se han tomado como ejemplos o un Norte a seguir, y no tiene mucho sentido porque cada relación entre dos personas es un mundo aparte. Es incomparable a cualquier otra relación preexistente, porque cada individuo es distinto y la conformación de ese vínculo es totalmente inédito. La verdad es que no sé cómo pararme frente a eso, porque cada pareja labra su propio camino, sus propias normas, sus propios códigos. Con esto del enamoramiento eterno, si es que existe, necesariamente se debe nutrir de una gran admiración, de un gran respeto y confianza, porque son tres de los cinco valores más importantes de un vínculo. Cuando vos te sentís sorprendido por esa otra persona a diario, eso implica una vitalidad en la relación que es muy difícil de programar. Es muy complejo.
-Muchas veces en tus declaraciones hay como un dejo de culpa por tu prosperidad y buen pasar. ¿Te cuestionás mucho el tema material?
-Eso sí… desde hace muchos años porque mi viejo, básicamente, batallaba mucho sobre el tema del materialismo, de tener cosas, estar sujeto y arrastrar lastres. Él era muy radical en ese sentido, tenía una forma de pararse frente a todo muy particular. Yo coincido bastante con él. Estás un poco obligado a buscar la estabilidad de tu familia, no solo física y emocional, sino también económica. Es una gran responsabilidad tener una familia por la que velar. Yo probablemente sea el menos indicado para hablar de esto porque yo gozo de una situación de privilegio desde hace ya mucho tiempo, pero trato de no olvidarme de cuál es el punto original de reflexión. Lo que pasa es que en ese tránsito, es muy probable que te termines convirtiendo en un esclavo de las cosas que pretendés defender. Es un poco como con el consumismo. ¿Por qué necesitás cambiar el teléfono? Si el teléfono anda, funciona, está bien, no se te rompió… Recibimos un tsunami de información precisamente destinado a eso: a que consideremos absolutamente imprescindible acompañar los avances de la tecnología. Y en esa dinámica, terminás convirtiéndote en un esclavo sin darte cuenta, es una de las facultades de la buena publicidad. Me parece que uno va perdiendo en el tiempo y en el camino, soltura y libertad con respecto a ese tipo de cosas.
-Cuando fuiste con tus hermanas al departamento de tu papá tras su muerte fue un golpe duro.
-Es que no tenía nada. No tenía nada y cuando te digo nada… tenía cuatro cubiertos, dos platos, dos vasos que, por supuesto, no eran del mismo juego. Un par de zapatos, unos pantalones, unas camisas, no tenía nada… Ni hablar de que no tenía ningún elemento suntuoso. En definitiva, a pesar de que murió muy joven, casi te diría que la muerte lo sorprendió en un punto que él pretendía alcanzar: estar a cargo de sí mismo y prescindir de todo lo que consideraba superfluo. Yo me llevé todo lo que consideraba valioso de mi papá, esa cosa fetichista de querer conservar cosas de tu padre, en una caja de zapatos. Eran sus cuadernos, sus notas, un lápiz, un par de anteojos que usaba para leer con una cobertura de plástico que ya estaba absolutamente deteriorada. Yo no sé si no hubiese sido muy arduo para mi viejo, de haber sobrevivido, enfrentarse a los avances de la tecnología y al consumismo porque él estaba parado en la vereda de enfrente.
-Pasaste la barrera de los 60. ¿Cómo te llevás con la edad y esta etapa de tu vida?
-Mirá… yo creo que en ese tipo de cosas, más allá de que tienen mucho más peso en el afuera que en el adentro, hay cuestiones físicas que uno no puede desoír. No es lo mismo ponerte en movimiento a mi edad que a los 20. Hasta los 40 años casi te diría que podía dormir dos horas, jugar al tenis y al fútbol, grabar un programa de televisión, hacer teatro a la noche, pegarme una ducha, comer algo y arrancar al otro día a las 7.30 para hacer lo mismo y no lo padecía. Porque la capacidad de reciclaje era otra, uno va entendiendo con el tiempo que hay cosas que tenés que adaptar. Pero pesa más en el afuera que en uno mismo, porque no te reconocés a vos mismo como alguien mayor. Yo era chico y un tipo de 40 años era un tipo grande, y hoy un tipo de 40 años me parece un pibe. Nada es tan definitivo. Yo me siento bien con mi edad. ¿Vos cómo me ves? (Risas).
Cámara y edición de videos: Leandro Bevilacqua