Un día cualquiera, un hombre se sube a su auto y se sumerge en el tránsito endiablado de la Ciudad de Buenos Aires. Primera, segunda, freno. Primera, segunda, tercera... y freno. Por una moto temeraria que se cruza sin pedir permiso ni disculpas. Tercera, semáforo rojo y freno. Un insulto lejano entre dos automovilistas, ahogado por el ruido de motores. Primera, segunda, tercera y el “bip” del celular que exige -que demanda- ser atendido. El 98 por ciento de las veces es un “hola” perdido, una foto, un chiste o hasta un video que alguien compartió en uno de los tantos grupos que se amontonan en esa cajita negra que llamamos celular: nada relevante. Pero quizá, solo quizá, sea un mensaje que si bien no cambiará su vida, tal vez le ponga una sonrisa al resto de un día iluminado. Y la tentación es demasiado fuerte...
Seguimos en tercera y a una velocidad considerable, pero el conductor sucumbe ante la tentación porque –seamos sinceros- muchas veces es irresistible. Y responde el mensaje. Luego, furioso y enojado por haber flaqueado, arroja su celular con desdén al asiento de atrás. “No me lo puedo permitir. Me puedo pegar un palo o puede pasarle algo a alguien por culpa mía. Hace un par de meses que no lo hago más porque me enoja profundamente”, dice Guillermo, como quien mastica avergonzado un pecado inconfesable, en la charla con Ciudad.
Guillermo es Francella (63), el reconocido actor que vuelve a calzarse el traje de director para la obra Perfectos desconocidos y protagoniza nuestra #NotaDeTapa. Pero podría ser cualquiera: un hombre, una mujer, un joven, un anciano, vos o yo. Porque a eso nos ha conducido la presencia omnipresente de la tecnología, que todo lo sabe y todo lo guarda: a un canto de sirena que resulta imposible de resistir y que, muchas veces, nos puede traicionar.
Precisamente de eso habla la obra, protagonizada por un elenco de lujo con Alejandro Awada, Agustina Cherri, Mercedes Funes, Gonzalo Heredia, Peto Menahem, Carlos Portaluppi y Magela Zanotta, en el teatro Metropolitan. Cuatro amigos y sus parejas organizan una cena, y la dueña de casa propone un juego: que todos dejen su celular sobre la mesa y que todo mensaje o llamada que llegue, sea leído o escuchado por todos, para probar que nadie tiene nada que ocultar.
“La pieza es muy sólida y cuenta un universo de actualidad. Todo lo que pasa con los celulares, con que ya no hay más intimidad, con que la vida secreta de uno desapareció. Antes tenías todo en la cabeza y ahora está en esta caja negra. Y qué pasaría si tu celular empezara a revelar tus secretos frente a todos”, adelanta Francella, entusiasmado por el proyecto.
"Estoy muy feliz por este desafío. Estaba muy convencido de lo que quería y del elenco que elegí. Nunca imaginé este presente, era una expresión de deseo".
-¿Cómo surgió esta inquietud de volver a calzarte el traje de director?
-Vi la película y me encantó. Empezamos a ver el tema de la compra de los derechos para el teatro y esa posibilidad me sedujo por lo interesante. Empezamos a trabajar en la adaptación para llevarla a un escenario y poder plasmarla. Tenía ganas de tomar este rol otra vez porque en La cena de los tontos además actuaba y quería solamente dirigir. Elegí un elenco fantástico, bien heterogéneo. Estoy muy feliz por este desafío.
-¿Tuviste nervios o con tantos años de oficio te surgió de forma natural?
-Estaba muy convencido de lo que quería y del elenco que elegí. Me pareció que esto era lo que quería tener: desde la estética y desde lo interpretativo. Todos me conocen y me han visto muchísimo en comedia. Percibo lo que le gusta a la gente con la comedia y quise trasladarles eso. No hubo nervios, me vi muy instalado y muy seguro. Sentí que lo vengo haciendo hace mucho. Capaz que antes lo hacía hablándole al oído a un compañero o comentándole algo al director. O sea que de algún modo ya dirigía, no era un simple actor que acataba, sino que también me gustaba tener opinión.
"La vida secreta es la intimidad, la privacidad. Eso es lo que extraño, ¿cómo fue qué avanzó tanto todo? A mí me demuele esto. Tengo una vida secreta como la tenemos todos, algo que me gusta guardar para mí. Me desnudo ante quien me quiero desnudar, pero siempre uno guarda cosas".
-Hace 15 años, cuando estabas tan instalado como actor exclusivamente de comedia, ¿imaginabas este presente más versátil y como director?
-No, no, era una expresión de deseo, había ganas de cambiar el rumbo. Sobre todo de tener otros contenidos para trabajar, de directores que amaba ver y que me convoquen. Eso sí, todo lo demás que vino, nunca me lo imaginé. Me puso muy feliz.
-¿Y cómo es tu relación con la tecnología?
-Me llevo como me puedo llevar. Hay veces que me enojo porque tengo que confesar que estoy manejando y estoy escribiendo un texto. Últimamente, estoy tan enojado que me subo y lo tiro atrás en el asiento porque no me lo puedo permitir. Me puedo pegar un palo o puede pasarle algo a alguien por culpa mía. Hace un par de meses que no lo hago más porque me enoja profundamente. No tengo redes, no es que no comulgo y que yo tengo razón y que los demás están equivocados. Que cada uno haga su vida, pero a mí no me gusta compartir mi vida, me gusta mi privacidad. Pero con el celular soy medio adicto, estoy mirando para abajo.
-¿Tenés una mirada melancólica sobre el pasado y la tecnología?
-Cuando uno dice ‘el tiempo pasado fue mejor’ parece que sos un ‘jovato’ que se quedó en el tiempo. Pero de verdad hay algo en lo de antes que era más enriquecedor, más creativo. Hoy yo veo a padres que van a comer a los restaurantes ‘no, si no le llevo la tablet el nene se enoja’. ¡Madre mía! Nosotros con los hijos nos matábamos, ¡qué tablet ni tablet! Ese aburrimiento generaba creatividad. Cuando yo era chiquito le decía ‘me aburro papá’, y él me miraba y me decía ‘jodete, qué se yo, jugá con la tierra, hacé algo’. Y la verdad, hoy con el paso del tiempo, me doy cuenta que para mí fue fantástico. Volaba, imaginaba cosas y hoy desapareció todo esto. Pero bueno, yo también… a veces agarro el celular y veo que hay 30 WhatsApp, pero ninguno vale la pena: son fotos, videos, los grupos. Podés contestarlos a la media hora, pero uno está en esta locura y no está bueno.
-¿Crees que es posible mantener una vida secreta hoy?
-La vida secreta es la intimidad, es la privacidad. Eso es lo que extraño y en la obra se habla de esto. Toda la vida te llamaban ‘hola, ¿cómo estás?’ y ahora te dicen ‘¿dónde estás?’. ¡Y a vos qué carajo te importa! Con las localizaciones éstas, tengo amigos que se enteran si voy al shopping, ¿cómo fue qué avanzó tanto todo? A mí me demuele esto. Tengo una vida secreta como la tenemos todos, algo que me gusta guardar para mí. ¿Y quién no lo tiene? Me desnudo ante quien me quiero desnudar, pero siempre uno guarda cosas.
-¿Intentás transmitirle esto a tus hijos?
-Si, por supuesto. Es raro porque les digo ‘¡dale con el celular!’ y me dicen ‘¿y vos?’. Y si… tienen razón, es una cosa viciosa que no se termina. Mi hija tiene las redes abiertas porque por trabajo también es útil y lo entiendo, pero no comulgo lo otro. Es de ‘Hoy le cambiamos los pañales al nene’ y lo muestran. Y digo ‘¡madre mía!’. Es un momento tan privado y tan lindo y lo comparten con todos y vos sabés la vida de ese chiquito desde que nació. Repito, no digo que el que lo hace está mal, yo no podría. No podría entender ese mundo.
Edición y videos: Leandro Bevilacqua